viernes, 12 de octubre de 2007

Democracia y representación

Muchos son los escándalos que han quitado credibilidad al Congreso y al estamento político del Perú. El gran problema del Congreso, no es de presupuesto ni de la calidad de los asesores. No solo es cosa de establecer normas de transparencia, de controlar los gastos, de normar y de tener inspectores eficientes.
El problema es mucho más de fondo. Proviene de la falta de ética y de principios de los legisladores y, esto es lo más triste, de los que los eligen.
Proviene de la concepción de la mayoría de los peruanos de que la política, la acción pública, los cargos y la acción humana sirven únicamente para satisfacer intereses personales. Es la falta de sentido de pertenencia a la comunidad una de nuestras mayores tragedias.
El sentido de pertenencia hace posible el desarrollo de la especie humana. La satisfacción de los deseos personales que no se sujeta a este sentirnos parte de una comunidad, de un territorio y de un todo, trae la degradación de las acciones y de las personas que las ejecutan. (Si, por ejemplo, no entendemos qué es pertenecer a una familia, será difícil entender qué sentido tiene amar al barrio, a la patria y a la humanidad).
La calidad de muchos congresistas es lamentable. No estoy hablando de su formación cultural, de su uso del castellano, de su formación profesional. Estoy hablando de algo que no debería siquiera ser mencionado. La calidad moral de un padre de la patria, de un guía, debería darse por descontada. Desgraciadamente, suele ser al revés.
Muchas cosas deben hacerse a este respecto. Una de ellas es la inmediata revisión de los conceptos de democracia. Es necesario crear normas que permitan que sean verdaderos hombres decentes quienes puedan obtener cargos de responsabilidad ciudadana. Esta es una necesidad urgente y un clamor ciudadano.
Paradójicamente, solo profundizando la democracia es esto posible. Democracia no para las tribunas ni para satisfacer la grita. Democracia que establezca criterios verdaderos, que convoque a las personas por sus capacidades y no por su inversión de dinero en la campaña.
La democracia no es el ciego respeto por las estadísticas ni por la opinión de coyuntura. Si fuera así, nadie pagaría impuestos y tendríamos pena de muerte o linchamientos. Las guerras ya habrían acabado con la vida humana. No existirían criterios técnicos para decidir nada. Y seguramente, bastaría para los políticos con repartir pan y organizar circos como en la época del Imperio Romano. Recordemos que el promedio de edad mental de nuestro país es de doce años.
La democracia representativa entrega el poder a ciudadanos en quienes se confía por tener un conocimiento superior, una formación política y una trayectoria de experiencia, que pueda decidir los temas sustanciales en nombre de la mayoría. Esta debe, a su vez tener representación de las minorías, para equilibrar las cosas e impedir el absolutismo en las decisiones.
De esta manera, la población, que suele no estar informada al detalle de las cosas, es representada. Por eso, la calidad moral de los representantes no debería siquiera discutirse. Es una condición sine qua non.
Es necesaria, entonces una verdadera reforma constitucional que varíe el sistema de elección de los políticos.

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